yo adivino el parpadeo
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Schott es una empresa originalmente alemana que se dedica a fabricar productos relacionados con la energía solar, la fibra óptica, los envases farmacéuticos... Tiene una fábrica cerca de Barcelona, en Sant Adrià de Besòs, y otra en Aznalcóllar, en Sevilla. Pues bien, el año pasado la casa central alemana contrató a una agencia de publicidad para promocionar sus paneles solares. Schott garantiza que duran veinte años, y aunque el tango (de Carlos Gardel, con letra de Alfredo Le Pera) diga que es un soplo la vida y que veinte años no es nada, muchos consumidores ansían que los productos que compran cumplan dos décadas en vez de escacharrarse al cabo de nada.
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La empresa en cuestión tuvo el acierto de hacer la propuesta a Saatchi & Saatchi, que es una agencia de primera. Al cabo de un buen tiempo de reflexión, la agencia les presentó su idea: un calendario de esos de a día por hoja, con el nombre del mes en la parte de arriba, el de la semana en la parte de abajo y, en medio, la cifra del día, bien grande. Son calendarios que acostumbran a incluir una frase dicha por alguna lumbrera, un refrán, una receta de cocina o un chiste. Hace años eran habituales. Se colgaban en la pared y cada mañana arrancabas la hoja del día anterior, con lo que aparecía la del día que ibas a vivir. Un amigo mío tenía uno en el baño, junto a las brochas y la maquinilla de afeitar. Cada día, antes de ducharse, la hoja que arrancaba le servía para amenizar sus necesidades y sus lavatorios. Hoy esos calendarios se ven menos, porque ha quedado claro que los prácticos son esos en los que se ve el mes entero, para prever qué vas a hacer los días siguientes y decidir así qué te interesa hacer en éste.
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El caso es que la agencia presentó a Schott un calendario de esos de a día por hoja. Pero no de un año, que es como los encuentras en las papelerías, sino de veinte. Veinte años seguidos en un único calendario. A día por hoja: más de siete mil trescientas. Se cuelga en la pared, como los habituales, pero este sobresale más de sesenta centímetros. Lo regalan con un par de tornillos especialmente fuertes, para aguantar el peso. O lo regalaban, porque el éxito ha sido tal que no sé si aún es un producto promocional o ha pasado a la categoría de objeto de moda por el que hay que pagar.
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Publicitariamente, la idea es, en principio magnífica: las dimensiones del calendario son tales que visualizas inmediatamente los veinte años de garantía. Ventaja añadida: no tienes que preocuparte por comprar un calendario nuevo cada año. Las desventajas son dos. Una: según dónde lo coloques, en muchas casas esos sesenta y pico centímetros de protuberancia son un engorro. Y dos: de nuevo a propósito del tango de Gardel y Le Pera, puede que en cierta época de la vida veinte años no sean nada, o no sean mucho, pero en épocas más tardías son muchísimo. Me fastidiaría bastante estar en el lecho de muerte y ver como yo me extingo y, en cambio, el puto calendario sigue ahí, en la pared, con años y años de vida por delante. Definitivamente, si me compro un panel solar, no será Schott.
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[Quim Monzó, Magazine LA VANGUARDIA, 8 de febrero de 2009]
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